ARIES CB-4 SPORT (1926)

Por GERMÁN SOPEÑA

Ésta es la historia de un auto casi desconocido surgido de un radiador y de unas fotos enviadas desde Francia. A partir de allí comenzó a tomar forma y estilo original el Aries-1926.

Corría 1984 y por entonces yo permanecía todo el año en Europa con la ingrata misión de seguir paso a paso los Grandes Premios de Fórmula Uno.

Al retornar a mi casa parisina de alguno de esos viajes de fin de semana —GP de Holanda o GP de Austria si la memoria no falla—, me encontré con un voluminoso sobre de mi amigo Sánchez Ortega, que, cada tanto, compensaba su pereza epistolar con un envío que incluía recortes, fotos de los últimos rallies de autos clásicos y novedades sobre sus últimas compra-ventas mecánicas. Como todo el mundo sabe, Sánchez Ortega es un notorio acopiador de fierros antiguos de todo origen pero con una marcada predisposición por la mecánica francesa de los anos 20 al 30.

Esta vez su gran novedad era un extraño hallazgo producido en el Uruguay. “Compré un rarísimo auto francés marca Aries —explicaba en su carta— transformado en chatita a la uruguaya (donde todo puede ser transformado en furgón para pagar menos impuestos), pero que conserva un radiador muy lindo.”

Conociendo a Sánchez, se podía concluir de inmediato que había comprado el auto por el radiador y que en su mente tomaba forma la idea de volver a construir todo el resto a costa de ímprobos esfuerzos. Para colmo, el Aries ni siquiera tenía el motor original porque algún propietario anterior lo había cambiado por un simple y convencional Rugby de cuatro cilindros.

¿Aries, Aries...? El nombre me decía algo, pero no lo tenía bien registrado en la memoria. Busqué algunas fotos sueltas en el archivo que siempre espera el momento de ser ordenado y encontré por suerte el dato que estaba en la nebulosa. Al ver las fotos que yo mismo había sacado dos años antes recordé donde había visto un Aries en persona. Había sido al visitar el museo personal del coleccionista Serge Pozzoli, en la Normandía, una vez que llegamos hasta allí con el amigo Rodolfo Iriarte en visita a distintos santuarios del automóvil.

Un auto lindísimo el Aries de Pozzoli. Un diseño exclusivamente pensando para Le Mans en la época en que era obligatorio presentar autos con cuatro asientos, lo cual obligaba a chasis más bien enormes. Fue la época de oro de los grandes “camiones de carrera”, o sea los Bentley que dominaron en Le Mans. A pesar de la letra reglamentaria, Aries había logrado una elegante versión de carrera rematada en una cola en punta que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones aerodinámicas. Lo curioso es que tanta preocupación aerodinámica en la parte posterior se contradecía ampliamente con el inmenso radiador perfectamente perpendicular al piso y que se asemeja a una pared avanzando contra el viento. Pero esos son detalles. El progreso avanza de a poco y, de cualquier manera, el radiador característico del Aries era un lindo ejemplo de los diseños frontales del momento.

Exactamente el mismo radiador es el que había atraído el interés de Sánchez Ortega en las lejanas tierras uruguayas. Cómo había llegado un Aries hasta el Río de la Plata es un misterio. O doble misterio en realidad, porque la insólita suerte de Sánchez Ortega quiso que pocos días después de haber comprado el chasis Aries con motor Rugby, otro selecto buscador de fierros, Buby Rivero, le brindó el dato que era casi un milagro: “En un desarmadero de Vedia (Pcia. de Buenos Aires) vi un motor Aries”. Fueron y allí estaba el motor Aries, esperando desde quién sabe cuándo. Un cuatro cilindros 1100 (1085 cms3 para ser exactos) con árbol de levas a la cabeza.

Para cerrar del todo el círculo, faltaba saber qué tipo de carrocería era la que había que construir para retornar al Aries a su presumible condición original. Allí jugaron entonces su rol las fotos e información que desde Europa comencé a enviar al amigo Sánchez.

No era difícil averiguar en Francia detalles sobre la olvidada marca Aries. Abundan las enciclopedias sobre vida y milagro de los centenares de pequeños constructores que florecieron en el mundo a principios de siglo. Y como si no se hubieran sumado ya varias casualidades extraordinarias, sucede que en la revista Fanauto que dirige el propio Serge Pozzoli y que yo compraba regularmente, comienza a aparecer en agosto de 1984 una completa “Historia de los Aries de carrera”, en la cual Pozzoli describe hasta en los mínimos detalles la evolución de la marca instalada en el suburbio parisiense de Courbevoie.

Aries era una de las tantas pequeñas fabricas francesas surgidas con el auge del automóvil. Había nacido en 1903 como constructora de pequeños furgones de transporte urbano, extraño sino que pareció perseguir al Aries aparecido en Uruguay bajo la forma de la improvisada chatita de reparto. Durante la Primera Guerra Mundial, sin embargo, las instalaciones de la fábrica Aries se dedicaron, como era lógico, a la producción bélica y se estableció un acuerdo para construir allí motores de aviación bajo licencia de Hispano-Suiza que no daba abasto en la producción de los propios.

Esa vinculación con Hispano-Suiza sirvió para “ennoblecer” las pretensiones mecánicas de la fábrica Aries. Terminada la guerra, el retorno a la fabricación de autos se orientó ahora a la venta de autos tipo sport, desarrollados para clientela deportiva de la belle èpoque y destinados sin duda a presentarse en carreras y, particularmente, en el gran clásico anual que eran las 24 Horas de Le Mans.

El Aries más exitoso de todos los que corrieron en la década del 20 se ganó de inmediato un sobrenombre poco glorioso: fue bautizado como La Punaise, o sea, literalmente, “la chinche”. No es difícil imaginar el origen de ese sobrenombre. Su forma alargada y con una cola que parecía arrastrarse por el suelo lo asemejaba al antipático animalejo de campo. Otro comentario de la época, particularmente despreciativo, indicaba que La Punaise era “un auto caído de piernas y notablemente lento”. No era justo, sin embargo. Aunque los Aries jamás pudieron ganar en Le Mans, lograron hacer buena contra a los Bentley, obteniendo incluso récords de vuelta en el circuito de La Sarthe y con velocidades máximas de 160 km/h en la recta de Les Hunaudieres, lo cual era perfectamente digno para 1926. En muchas otras carreras menores, los Aries hicieron buen papel y ganaron su lugar como autos sport de buena performance.

Ultima coincidencia perfectamente escalonada en el tiempo. En el mes de septiembre de 1984, una gran exposición se organizó en el Grand Palais, en París, conmemorando el Centenario del Automóvil según la versión francesa. Como es notorio, mientras los historiadores alemanes sostienen que el primer automóvil fue el Daimler Benz de 1886, los franceses afirman que el primer vehículo digno de ser llamado automóvil fue el Delamare-Debouteville de 1884. Con tal motivo, en 1984 se organizó esa magnífica exposición que reunía a los principales ejemplos de cien años de la industria francesa.

Recorriendo los stands, me encuentro entonces con el auto indicado: La Punaise Aries de 1926, impecablemente restaurada, con su rueda de auxilio encastrada en la cola de “chinche” que le daba una innegable personalidad.

Era la ocasión para resolver desde París las incógnitas de Sánchez Ortega en Buenos Aires. Saqué fotos desde todos los ángulos, completé el envío con distintas revistas en las que se veían fotos de época y a partir de allí surgieron los planos necesarios para encarar la construcción de una carrocería enteramente nueva que haría renacer al Aries uruguayo desde sus cenizas. O, para ser más exactos, desde su radiador y su chasis que, milagrosamente, habían conservado la condición original.

En el diseño de los dibujos para construir la carrocería intervino el dedo experto del arquitecto Rodolfo Iriarte, constructor de buen número de autos propios (ver Parabrisas del mes pasado), mientras que un ingenioso herrero uruguayo de Maldonado —el señor Guinis Guerra— fue el encargado de darle forma definitiva a lo que se veía en fotos y planos.

El resultado final se pudo ver el verano pasado en el Uruguay. Anduve en el Aries “bebiendo los vientos” a unos 80 km/h, suficiente velocidad para apreciar las bondades de una suspensión más que destacable para autos de la década del 20. Un buen chasis, poco peso, caja de cuatro marchas y buenas campanas de frenos sirvieron de base para resucitar a este extraño ejemplar único por estos lares.

Más de un historiador francés se sorprenderá gratamente al tener noticias de esta resurrección. La originalidad de la marca lo merecía. Dos años de trabajo y la voluntad de Sánchez Ortega a partir de un radiador lograron el objetivo. Bien vale la pena una felicitación.

Hallazgo y resurrección del Aries

Por ENRIQUE SÁNCHEZ ORTEGA

Curiosa historia la que me tocó vivir años atrás. Comenzó una fría noche de enero, demasiado fría para ser enero y en esta parte del mundo. Sin embargo hacía frío; miré el almanaque: era enero. Noche oscura, diría tenebrosa. Tan cargada de niebla y presagios que obligaba a la frágil mente a volar por sórdidos recovecos. Apenas el mínimo resplandor que dejaba la espuma de alguna de aquellas descomunales olas al romper y el agonizante fuego de la chimenea lograban iluminar aquella temible y marítima sensación. Rodeados por monstruos informes golpeando implacables contra las rocas frente al enorme ventanal del living de aquella casa.

Entonces fue cuando mi amigo Rodolfo —impecable en su vestir, como siempre—, esta vez abrigado con un fumoir de dorados reflejos, se dio vuelta y miró hacia el sillón donde yo estaba recostado. Es más, me clavó su indagatoria mirada. Sin dejar de mirarme se sirvió la décima copa del riquísimo brandy, que como era lógico se volcó íntegro sobre la sedosa alfombra persa.

Taladró mi cerebro y como rompiendo una extraña, mítica conjura, me susurró: “Aquí existe un desarmadero donde tienen tirado un Aries tres litros”. (N. del A.: “Aquí” era el populoso balneario de Punta del Este, bautizado así por estar precisamente al este de Java.)

Yo no salí de mi asombro. Principalmente porque no tenía ni la menor idea de lo que era un Aries. Y muchísimo menos un Aries tres litros.

A falta de un buen Abad Ponfert a mano, consulté con la manoseada Complete Encyclopaedia of Motorcars que tenía justamente al alcance de mi mano en una mesita junto al sofá. Allí pude leer (a pesar de la absoluta falta de luz ya descripta): “Aries (France, 1903-1938) SA Aries, Courbevoie.”

Ahora sí ya tenía el panorama mucho más claro. “Seguí, si el brandy te lo permite”, le rogué a mi entrañable amigo. Con su lengua ya algo pastosa, aunque mascullando aún frases inteligibles, continuó: “Hace años que frecuento el desarmadero del Gordo Guadagna, antiguo reducto de ilustres restos de glorias idas. Queda frente a las canchas de tenis, se puede ir por Las Delicias. Allí está el Aries. Con enormes frenos tipo Perrot, campanas de aluminio y el motor muy del tipo Hispano, heredero también de los diseños aeronáuticos de la Gran Guerra. Hace tantísimos años que está allí... Andá y compralo”.

Generoso el gesto de mi amigo, lástima que había conservado tantos veranos el secreto. Tantos que, al amanecer del día siguiente, cuando me presenté a las puertas de lo del Gordo Guadagna, no sé si fue él o su sobrino quien entre asombrado y sobrador me espetó en su curiosa jerga: “¡Vó, a esa cachila hace años que la cortamos con el soplete!”

A partir de ese momento una suerte de enfermizo desafió se apoderó de mí: en el ínterin ya me había informado por ejemplo de que mi vieja Encyclopedia de Georgano mentía como loca, pues Aries dio siempre, o por lo menos durante los años que nos interesan, domicilio legal en Asnieres (Seine). En segundo lugar, supe que los tres litros habían vuelto locos a los ingleses en Le Mans y supieron romperles la hegemonía a los Bentley hacia finales de la década del veinte. Lo cual es muchísimo decir.

Para cumplir con mis incomprensibles propósitos me apersoné en primer término en lo de Pablo, un gran amigo, dueño de —obviamente— un desarmadero de autos en Maldonado, localidad vecina al popular balneario esteño. De allá obtuve una valiosísima información: un Aries había sido visto merodeando por la zona casi fantasmalmente.

Laberíntica situación. ¿A quien recurrir? ¿Adónde ir? ¿Qué hora es? Al mismo tiempo me llegaban dos datos: uno provenía de Horacio Molina, amigo de Iriarte, quien, aunque profano en la materia, había visto un mural en el palier de entrada del departamento donde vivía en Punta del Este, que era nada menos que un Aries vagabundeando por La Mansa en aquellas épocas. Dato que no pude confirmar sencillamente porque no lo conozco a Horacio Molina y nunca supe —por ende— en qué edificio vivía.

El otro daba por seguro que el Aries fantasma provenía de San Carlos, localidad vecina —a su vez— de Maldonado. Un enorme pueblo que, más que pueblo, es una pequeña ciudad. Con un ejido de dimensiones que dificultaban en gran medida —para ser sinceros— la búsqueda de cualquier tipo de espíritu inanimado. Ergo, los dos primeros datos fueron a cual más estúpido.

No todo estaba perdido. Pablo logra averiguarme que el Aries estaba en manos de un señor apodado Gotitas de Oro (sic). Allí la cosa comenzó a simplificarse. Cómo obtuve la punta de la madeja, ya se ha perdido entre los escasos vericuetos de mi mente. El caso es que llegué a don Gotitas de Oro, quien, como corresponde, respondía al physique du rol que me había imaginado: un gordo alegre pero pícaro, limpio pero siempre desprovisto de camisa u otro elemento que le cubriera el torso, casado con una masajista, bien dispuesto pero cometa mediante Así, de la mano de Gotitas de Oro, llegamos a los suburbios de los suburbios de San Carlos, a un conventillazo de grandes mateadores, de aquellos cuyos miembros superiores parecen haber sufrido una deformación en forma de termo, ya sea el izquierdo o el derecho. Bien, uno de estos bombilleros, creo que de apellido Carranza, era ni más ni menos quien le había comprado el Aries al gordo descamisado.

En la propia puerta del conventillo descansaba el Aries. “¿Lo vende?”, fue la trivial pregunta que se impuso en el momento. Carranza contestó que sí, casi asombrado de que alguien pudiera interesarse en eso. Al llegar al tema precio, Carranza estableció sus pretensiones: él necesitaba comprarse un triciclo de reparto a motor para llevar de un lado a otro la distribución de botellas de lavandina, tarea que el Aries ya no estaba en condiciones de asumir. Esa motoneta de sus sueños costaba unos 200 dólares. Ese fue el precio pactado y al día siguiente lo fui a buscar. Desde el fondo del conventillo salieron testigos que no podían creer la suerte del gordo Carranza. Cuando nos despedíamos, la gente comenzó a aplaudir y tengo la sensación de que lo festejaban a él y no a mí. Previamente, como para mostrarme la performance del Aries, Carranza se vio a obligado a hacer unas tiraditas por la calle, en cuyos traqueteos se le cayó el parabrisas a la cansada unidad.

Me lo llevé. Después se encontró el motor. Sopeña me mandó las fotos desde Europa. Iriarte dibujó los planos a partir de esas fotos. Le “vendí” el proyecto a un herrero de Maldonado y la carrocería comenzó a tomar forma poco a poco.

Hoy esta terminado. Como corresponde al final de una historia, que lo juzguen otros.




ARTICULOS DEL VOLUMEN III

nota Aries CB-4
nota Cisitalia 202



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